El blog de Ciril Rozman

Sostenibilidad del sistema sanitario

Posted by blogderozman en diciembre 9, 2008

MIS REFLEXIONES SOBRE LA SOSTENIBILIDAD DEL SISTEMA SANITARIO

Por muchas razones que aportaré en otro momento, el internismo es la mejor forma de asistencia sanitaria. Por este motivo experimento una gran satisfacción al comprobar que el primer comentario a mi recién estrenado sitio electrónico personal procede del Dr. Pedro Conthe quien, además de ser un excelente profesional y amigo, ocupa actualmente la Presidencia de la Sociedad Española de Medicina Interna (SEMI), al frente de la cual le auguro grandes éxitos.
El Consejo Interterritorial del Sistema Nacional de Salud, celebrado el pasado 26 de Noviembre de 2008, acordó «concretar un debate político y elaborar un documento sobre la sostenibilidad del sistema sanitario», planteando cuestiones como el copago o el aumento de los impuestos sobre el tabaco. Esta noticia me sugiere una serie de reflexiones.
Uno de los grandes progresos de España y de muchos países europeos ha sido la creación de los sistemas sanitarios públicos y de accesibilidad para todos. Desgraciadamente, los grandes progresos de la ciencia biomédica y la supervivencia cada vez más prolongada de la población, hace que estos sistemas sean difícilmente sostenibles. Como dice el prestigioso economista de la salud Dr. López-Casasnovas, ya es urgente comenzar a romper los viejos tabúes de la «gratuidad» y de «todo para todos de la mejor calidad» e «inmediatamente». Se impone iniciar una importante tarea pedagógica sobre los usuarios del sistema sanitario, respecto a lo que pueden esperar realmente del mismo. Ningún sistema sanitario es capaz de prolongar la supervivencia de manera ilimitada ni tampoco de modificar la esencia del ser humano, al cual es consubstancial un componente de insatisfacción y de infelicidad. Parece oportuno comentar en este contexto los llamados derechos y deberes de los usuarios del sistema sanitario. Si se leen los correspondientes textos publicados por la Consejería de Salud de la Comunidad Autónoma de Cataluña, se puede comprobar que la proporción aproximada es de 90% de derechos y un 10% de deberes. Me parece que el ciudadano ha sido educado -o si se quiere más claro- maleducado en la exigencia de sus derechos, sin caer en cuenta de la gran importancia que tiene el cumplimiento de sus deberes, como son respetar las normas de la medicina preventiva, procurar llevar una vida sana, abstenerse del consumo de tabaco y drogas, evitar conductas sexuales de riesgo, etc. Pienso que la tarea pedagógica sobre la población ha de incluir muchos aspectos incluyendo la necesidad de contribuir a la sostenibilidad del sistema sanitario, no tan sólo con el respeto por los deberes citados, sino también apoyando aquellas medidas políticas -aunque no sean populares- que faciliten una utilización racional de los servicios sanitarios. En una reciente entrevista publicada por la Redacción Médica (1-12-2008), el ex consejero de Sanidad de Cataluña Dr. Xavier Pomés señalaba: «El copago no significa recaudación y privatizar, sino moderar. Puede ser una medida disuasoria para reducir la demanda «artificial». Ahora que están lejos las elecciones es un buen momento para plantear el debate, sin que existan interferencias políticas».
A mi me complace especialmente la idea del sociólogo Salvador Giner, cuando afirma que la sostenibildad del sistema sanitario forma parte de algo más amplio, que es la sostenibilidad de la sociedad. Hay que huir del exceso de consumismo y propugnar un mayor grado de austeridad, para que podamos tener una vida colectiva digna, sin pobreza, unas buenas escuelas, excelentes transportes públicos, espacios naturales protegidos y, naturalmente, una buena sanidad. Creo que el médico ha de insistir en que es una obligación ética para todos seguir estas normas. Y el profesional sanitario ha de ser el primero en dar ejemplo con su conducta personal en el estricto respeto por los principios mencionados.

 

9 respuestas to “Sostenibilidad del sistema sanitario”

  1. Arturo Pereira said

    El profesor Rozman ha inaugurado su blog o sitio electrónico personal, como él prefiere llamarlo, con un artículo sobre uno de los temas candentes de la política sanitaria de nuestro país. En efecto, el copago de las prestaciones sanitarias está siendo objeto de comentarios y declaraciones, a veces encontrados, tanto por parte de los responsables políticos de la sanidad pública como de economistas de la salud, asociaciones médicas, colegios profesionales y agentes sociales. No me sorprende la elección del tema, pues el profesor Rozman nunca ha rehuido tratar las cuestiones que interesan a los médicos aunque tales cuestiones excedan el ámbito de lo estrictamente universitario, científico o profesional.

    El copago es una de las pocas medidas de política sanitaria que han sido objeto de análisis empírico. En el famoso experimento que llevó a cabo la corporación RAND a principios de la década de 1970, se repartieron al azar diferentes planes de seguro médico con grados diversos de copago entre 2000 familias americanas en las que luego se midió la demanda de prestaciones sanitarias. Pudo comprobarse que el copago disminuía la demanda considerada innecesaria pero también la necesaria y en un grado similar. Otros hallazgos interesantes del experimento RAND fueron que el copago afectaba principalmente a la demanda de servicios preventivos, lo que a la larga implicaba un mayor uso de servicios curativos, mucho más costosos, y que las familias de renta más baja eran las más perjudicadas. Un estudio más reciente mostró que el copago de las prestaciones farmacéuticas favorecía que el paciente incumpliese el tratamiento prescrito, sobre todo cuando éste era crónico, lo que comportaba luego un mayor uso de los servicios sanitarios.

    Para evitar estos efectos perversos del copago sería necesario introducir medidas correctoras como, por ejemplo, excluir del mismo a las rentas más bajas, como los pensionistas, y a los pacientes afectos de enfermedades crónicas. Pero estos segmentos de la población son precisamente los que más frecuentan el sistema sanitario público por lo que el efecto moderador del copago sería mínimo. Así, otra de las enseñanzas del experimento RAND fue que el copago reduce las visitas ambulatorias, relativamente poco costosas, pero no la frecuentación hospitalaria, mucho más cara y que podría incluso aumentar. Además, la implantación de un sistema de copago necesitaría un aparato administrativo que seguramente resultaría más caro que el ahorro que se pretende conseguir.

    A nadie debe extrañas que el paciente sea incapaz de distinguir entre la demanda sanitaria “innecesaria” y la “necesaria” pues esa es precisamente la labor del médico. En cambio, parece que entre nuestros políticos y gestores sanitarios ha arraigado la cantinela de responsabilizar al paciente de las deficiencias del sistema público de salud. El paradigma son los servicios de urgencia hospitalarios, cuya masificación crónica se atribuye con desparpajo a la falta de criterio de los pacientes que acuden a ellos por motivos banales. Pero también aquí la realidad se empecina en desarmar la coartada. En efecto, estudios realizados en el servicio de urgencias de un gran hospital catalán pusieron de manifiesto que más del 80% de las consultas eran pertinentes y que la principal causa de la masificación residía en la falta de camas hospitalarias donde ingresar a los muchos que habían consultado por motivos más que justificados. Conviene recordar que con 3,4 camas hospitalarias por 1000 habitantes -la mitad que Francia- España presenta uno de los índices más pobres entre los países de la OCDE.

    Los médicos tenemos el deber moral de actuar como agentes del paciente ante el sistema sanitario. Tanto del que acude a nuestra consulta, para el que hemos de procurar con empeño la mejor atención humana y sanitaria, como de todos los demás que pudieran verse perjudicados si en ese empeño derrochamos unos recursos que son escasos. También tenemos el derecho y la obligación de opinar e influir sobre las decisiones de política sanitaria, pues serán éstas las que determinarán nuestro papel como agentes del paciente. Para ambos cometidos hemos de recurrir al buen juicio y a la mejor evidencia científica disponible, algo para lo que nuestra profesión nos ha entrenado magníficamente y que ejercemos a diario en la cabecera del paciente. Estoy seguro que este foro que acaba de inaugurar el profesor Rozman constituirá un referente para todos nosotros sobre los temas de política sanitaria, educativa y científica que tanto nos afectan y sobre los que tan poco se nos escucha.

  2. guillem lopez casasnovas said

    A VUELTAS CON EL COPAGO SANITARIO

    Buena iniciativa la del dr. Rozman que me da pie a la lectura de su artículo siempre estimulante y de los comentarios aparecidos.

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    Sobre el comentario: La traslación de resultados entre sistemas de salud diferentes, períodos distintos y culturas sanitarias diferenciables me permito apuntar lo siguiente:

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    De la efectividad general de los copagos, (reduciendo consumo o incrementando financiación) empíricamente no podemos decir demasiado. En la literatura, los efectos hallados dependen mucho de los detalles de su aplicación. Así entre estudios derivados de impactos con datos observacionales ya sea poblacionales o experimentales, estimados con grupos de control o con simple registro del ‘antes y el después’ de la entrada de los copagos (asumiendo por tanto, implícitamente, que el resto de factores se mantiene constante en el tiempo). Además, se sabe que no genera el mismo efecto en el consumo que el copago se introduzca por primera vez, que cuando deriva de de incrementarlo marginalmente. También las complementariedades/sustituibilidades con que cuentan los servicios afectados con respecto al resto de servicios no afectados tienen consecuencias importantes en el consumo. Finalmente, las culturas que están detrás de cómo la población entiende la responsabilidad individual y colectiva en los servicios públicos pueden ser también decisivas. Por tanto, debemos ser cautos con los estudios que concluyen resultados a partir de evidencias (internacionales) muy concretas, que sacadas de contexto y elevadas a conclusión universal se extrapolan a otros países, circunstancias y periodos. No hay una lista general por tanto de efectos derivados del copago, sino una causística coyuntural y empírica que, además, depende mucho de la letra pequeña en su aplicación (existencia de exclusiones- por patologías, colectivos, cláusulas de “stop loss” o limitaciones a las cuantías pagadas, uso de copagos variables – proporcionales por tramos de gasto, por colectivos; copagos vinculados a renta, etc.).

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    Sobre la reaparición del tema de los copagos en general:

    A mi me ha sorprendido que después de tantos años se mantenga un detreminado reparto de papeles en la comedia de valoraciones al uso que merece el análisis de los copagos. Por ejemplo, que se mantenga el estereotipo de ‘economista igual a copago’, ‘politólogo igual a resistencia por el bien de la humanidad’ y médico igual ‘a mi que no me metan en líos de dinero’. Todo ello es desafortunado. Los economistas no hablan sólo de presupuestos –sin valoración de resultados de salud no hay análisis de eficiencia y equidad posible-, ni los profesionales son indemnes a las cuestiones financieras (al menos no en su casa o en su práctica privada si es el caso). Tampoco los politólogos pueden anclarse en la negativa fundamentalista: Copagos los hay en todos los órdenes de la vida y no parece que cunda por ello el crujir de dientes: Así en servicios públicos educativos (las tasas académicas no son sino copagos visto el coste real de la educación), en el transporte (¿o es que alguien piensa que con lo que paga cubre el coste del billete?) o en sanidad (una prestación sanitaria que no se ofrece o se ofrece mal –y se acaba acudiendo a la privada- no es sino un copago del 100%!). De modo que si somos serios, lo primero que debemos de aclarar es para qué se quiere un copago. Dos alternativas son posibles, y cada una de ellas con una racionalidad diferente y un terreno de juego particular, ya sea ésta la de recaudar complementariamente con cargo al usuario –para que no todo lo pague el contribuyente anónimo-, o simplemente la de intentar frenar gasto (aquí el éxito del copago sería que no recaudase nada!).

    Mi razonamiento en la materia es el siguiente. La decisión de implantar un copago en servicios públicos es obviamente una cuestión política. De modo que si los políticos quieren asumir con valentía y decisión un esfuerzo, por ejemplo, por frenar consumo (muchos profesionales argumentan hoy sobre los ‘derroches’ del sistema) deben hablar con los médicos para concretar los ámbitos del copago (donde está el derroche). Además, deben dejarse convencer por éstos de que racionar la demanda (usuarios) es mejor que actuar sobre la oferta (los profesionales), esto es en sus rentas, productividad, actividad prescriptora, libertad clínica, hoy envuelta en el señuelo de la ética médica, etc.). Paso siguiente para el político es neutralizar la oposición de quienes se oponen a cualquier cambio, quizás de modo bien intencionado, por los temores a los efectos de lo desconocido (trasladando evidencias de otro tiempo y lugar, por los peligros de ‘romper la cohesión social’ etc.) o simplemente como guardianes del status quo. Incluyo aquí periodistas influyentes, politólogos y otros políticos de partido en general como actores dominantes. Finalmente, superadas las dos vallas anteriores, permítanme como economista que aconseje a un político lo siguiente: si se quiere tirar adelante con la idea, mejor un copago en forma de prima complementaria (regulada y, en cuanto que prima colectiva, más solidaria: los sanos financian los enfermos), que un copago en el punto de acceso al servicio (pagan sólo los pacientes, y provoca elevados costes de administración). Mejor un copago articulado desde la oferta, desde los proveedores, que desde la línea más jerárquica de la política sanitaria. Mejor hacerlo sobre base territorial (como si de una gran ‘iguala’ comunitaria se tratase: aportan los territorios y no individuos aislados) que personal. Mejor desde una noción de prestación geográfica diversificada (como la que permite con responsabilidad fiscal un estado autonómico o una descentralización territorial efectiva) que desde un falso concepto de uniformidad y homogeneidad. Mejor desde una concepción de la sanidad como aseguramiento sanitario (definición concreta de prestaciones, cartas de derechos de usuarios, cobertura poblacional, gestión de riesgos financieros), que desde la noción de servicio universal públicamente administrado. Mejor, finalmente, un copago con referencia formal a la renta que definido con independencia de ésta.

    En cualquier caso, si la opción del político (ojo, no del economista ya que éste no afronta la criba electoral) es la de intentar implementar un copago, vemos que deberá conjugar convenientemente la opinión de expertos en política pública, profesionales sanitarios responsables y economistas de la salud. Pero el cuento del economista ‘sólo dinero’, del médico ‘mi paciente primero’ y del politólogo ‘preservador del interés social’, con el responsable político a la espera abogando por el gran pacto para ‘despolitizar la sanidad’ y el ex responsable político argumentando, si acaso frustración, suena a esto, efectivamente, a un gran cuento.

    Guillem López Casasnovas
    Catedrático de Economía de la Univ. Pompeu Fabra

  3. Justo García de Yébenes said

    “He leído con gran interés y atención el escrito inaugural del blog de mi admirado y, a pesar de ello, querido, Ciril Rozman, con sus reflexiones sobre la sostenibilidad del sistema sanitario y estoy obligado a manifestar mi acuerdo con la necesidad de poner en marcha, cuanto antes, ese debate y, como dice el Prof. Rozman, hay que desarrollar una función pedagógica y hacerlo desde una postura ética. Esa función pedagógica y esa postura ética, según mi modesta opinión, deben tener un punto de partida socrático, es decir, deben empezar por el reconocimiento por parte de los profesionales de que no tenemos la verdad en la mano y de que no intentamos imponerla sino, como mucho, que estamos dispuestos a hacernos las mismas preguntas que los ciudadanos.

    Y es urgente que empiece ese debate pronto, en primer lugar, porque si no debatimos las prioridades otros las tomarán por nosotros –de hecho ya lo hacen-, y que empiece ahora porque todavía no hemos agotado las posibilidades de nuestro sistema sanitario y tenemos una cierta capacidad de maniobra. En cuanto a lo primero baste observar la ausencia de límites que vemos en algunas prácticas clínicas en nuestros hospitales – cateterismos cardiacos en personas mayores de 90 años; tratamientos heroicos, y carísimos, en pacientes con cáncer terminal, que consiguen prolongar nuestra peregrinación por este valle de lágrimas unos días o semanas- mientras no disponemos de plazas para enfermos crónicos o de programas de rehabilitación para inválidos y echamos de los hospitales, a toda prisa, a gentes que no puede manejarse por si solos.

    Y en cuanto a las posibilidades del sistema sanitario, lo primero que hay que hacer es gestionar bien, con sentido común y con profesionalidad, que parece que estamos en manos de gestores poco profesionales, sin repeticiones innecesarias de servicios y recursos, sin demagogias provincianas carentes de contenido. Y lo segundo que debemos pensar es que habrá que disponer de un presupuesto de gasto sanitario parecido al de los países de nuestro entorno, y no claramente inferior como ahora.

    Sorprende mucho que muchos de nuestros de nuestros gestores piensen en los sistemas de copago como primera, y a veces única, herramienta para compensar el déficit sanitario. El copago tiene dos funciones: una recaudatoria, mas bien modesta, y otra disuasoria, mas importante como preventiva del abuso. Pero el efecto disuasorio es mas eficaz en pobres que en ricos pues la cantidad a abonar tiene un mayor poder de persuasión sobre el cerebro –y el bolsillo- de los primeros que de los segundos. De modo que, o disuadimos de forma progresiva, en función del nivel de renta, o solo discriminamos a los mas desfavorecidos.

    Es muy conocido el impacto que tuvieron sobre el estado de salud de los bienaventurados residentes de California las medidas de reforma sobre el Medicare y el Medicaid –la asistencia médica y farmacéutica gratuita para los pobres- que puso en marcha el entonces gobernador de aquel estado, Ronald Reagan. El gobernador redujo los límites de ingresos máximos que permitían que una persona fuera considerada indigente y, por tanto, beneficiario de estos sistemas. Por ejemplo, si una mujer negra, madre soltera de dos hijos, con trabajo a tiempo parcial en un restaurante de comida rápida, antes se consideraba pobre con unos ingresos de 6.500 dólares o menos, el Sr. Reagan aprobó que, según las nuevas normas, para ese mismo caso, el nivel de asistencia gratuita quedara en 5.000 dólares o menos. Esto hizo que todas las personas con las mismas situaciones familiares que ganaban entre 5.000 y 6.500 dólares pasaran de disponer de atención sanitaria gratuita a tener que pagarla.

    Las consecuencias de esa medida produjeron una catástrofe y hace algunos años un artículo del New England Journal of Medicine cifraba el número de muertos atribuibles a ello en varios millares. Esas mujeres, cuando tenían un problema médico banal, como molestias urinarias o dolor de cabeza, no acudían al médico porque, si lo hubieran hecho, les habría costado un dinero del que no andaban sobradas. El problema es que las molestias urinarias pueden indicar una infección urinaria y el dolor de cabeza reciente, entre otras muchas cosas, una hipertensión arterial. Las infecciones urinarias y la hipertensión arterial pueden diagnosticarse y tratarse con facilidad y poco dinero. Pero si no se va al médico cuando aparecen los síntomas pueden producir problemas mas graves –pielonefritis, insuficiencia renal, infartos y hemorragias cerebrales, infartos de miocardio y otros muchos- y mas caros. De modo que por ahorrar el chocolate del loro se pueden producir muchas muertes y mucha invalidez y -sobre todo, desde el punto de vista de los gestores- muchos mas gastos por agravamiento de problemas que en otro momento se hubieran resuelto de manera mucho mas fácil.

    Y si vamos a ponernos discutir las prioridades del sistema sanitario conviene que tengamos en cuenta en qué se va el dinero. Los expertos dicen que las medidas sanitarias mas eficaces son las que a mayor gente ayudan y menos cuestan; pero que a cada escalón de sofisticación que subimos en la escala de atención sanitaria las ventajas terapéuticas son cada vez mas pequeñas y mas costosas. De modo que algún experto ha propuesto medidas como las siguientes. Si disponemos de poco dinero y queremos un gran beneficio, cloremos las aguas. El siguiente paso es la salud materno infantil. El tercero es la cirugía menor. El cuarto la gran medicina preventiva (hipertensión, cáncer, enfermedades infecciosas, drogadicción, enfermedades producidas por fármacos, etc.,). A partir de ahí hay que pensar un poco. Un transplante es mas barato que el cuidado de un paciente crónico. El diagnóstico preimplantación de una enfermedad hereditaria (Huntington, Duchenne, etc.,) cuesta 3.000 € y acaba con la transmisión de esa enfermedad en una familia y sus descendientes; sin embargo, renunciar a ese tratamiento y arriesgarse a que la enfermedad se transmita puede costar 1 millón de € y mucho dolor por cada uno de los afectos.

    De modo que a mi me parece que el copago puede tener sus peligros y yo creo que se deberían discutir tres tipos de medidas para equilibrar el presupuesto. He mencionado la mejora de la gestión y el aumento del presupuesto sanitario a niveles de nuestro entorno. La tercera, que toca levemente el Prof. Rozman sin detenerse en ella, es la que yo llamaría la “beligerancia sanitaria de la sociedad”. Algo se ha hecho –campañas contra el tabaco, alcohol, el SIDA y los accidentes de tráfico- y está dando bueno resultados pero queda mucho por hacer. La cifra de accidentes laborares, mas de cien muertos todos los meses, continúa siendo repugnantemente alta; las enfermedades atribuibles a trastornos de la imagen corporal –trastornos alimentarios, procedimientos de medicina estética- y el dinero que invertimos en ellos son inaceptablemente elevados.

    Pero yo creo que ahorraríamos mas dinero obligando a la gente a ir al médico, cuando debe, que poniendo barreras a su acceso a los servicios sanitarios. Un comportamiento sanitario responsable obligaría a todo ciudadano a acudir a médico de forma periódica, en función de las necesidades de cada uno y de la edad y enfermedades de cada sujeto. Comprendo que no estamos acostumbrados a cumplir con una serie de normas sanitarias, salvo quizás la excepción de las vacunas, pero sería muy conveniente establecer normativas que obliguen a determinados tipos de comportamiento, no solo en lo que se refiere al consumo de tabaco, sino en otros aspectos importantes para la salud, incluyendo las revisiones periódicas, las pruebas de detección precoz de determinadas patologías, o, para todos los mayores de 65 años una “ITV neurológica” –test rápidos de cognición, motilidad, depresión, visión y audición, practicados por un ATS entrenado en 15 o 20 minutos-, que puedan permitir detectar signos precoces de determinadas patologías o que el primer elemento inconfundible de enfermedad sea el asesinato de la esposa con la que ha vivido felizmente durante 50 años.

    Vuelvo a la dimensión ética que citaba el Prof Rozman. El problema con el que nosotros, los profesionales españoles, nos enfrentamos ahora no es nuevo sobre la faz de la Tierra. Muchos compañeros nuestros han tenido que vivir idénticas situaciones. Y la conclusión a la que han llegado es que quienes propugnaban una actitud ética frente a los problemas del mercado sanitario han sido derrotados estrepitosamente. Hace años Kassirer firmaba un editorial en el mencionado New England Journal of Medicine (Kassirer JP. Manager care and the morality of the market place. The N Eng J of Med 1995; 333: 50-53) en el que, entre otras perlas, acaba con lo siguiente:
    “We must persuade our leaders to speak out. They should concede that too much money is still spent on excessive testing and unnecessary treatment, that hospital stays could be further reduced, and that overhead costs could be substantially reduced by elimination of redundant layers of bureaucracy and wasteful paperwork. Leaders should also acknowledge that managing care can limit costs. But they should go on to say that the enormous profits of megahospital systems and huge insurance conglomerates should be used for medical care. Until they are, we have not tried hard enough to discover whether our resources are sufficient to avert restrictions in care. A rich countrylike ours that spend nearly a trillion dollars a year and enormous sums on tobacco, alcohol and cosmetics should be able to meet the basic health need of its citizens. Our leaders should reject market values as a framework for health care and the market-driven mess into which our health system is evolving. We gave up too easily; we must make another serious attempt to formulate a national policy that will provide health care to all. After all, what oath, promise, or pledge did we ever make, either as individuals or as a profession, that obligates us to restrict care?. We pledged, instead, to provide care”.
    Amén.”
    Justo García de Yébenes

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